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martes, septiembre 20, 2016

La actriz de ‘Matilda’ habla de lo que descubrió después de la muerte de su madre

Fue mi hermana pequeña, Anna, la que encontró el bolso.
“¿Era de ella?”, nos preguntó.
Han pasado 20 años desde que murió nuestra madre. Veinte desde el día de su funeral.
No estábamos buscando recuerdos; solo estábamos limpiando la cochera. Yo había descubierto una pintura del personaje de Roald Dahl que da título al libro Matilda, dedicado a mí por su ilustrador, Quentin Blake. Anna se encontró una tarea de redacción de segundo grado, en la que asentaba que de grande quería ser “una chica de la escuela de arte” pero también “estudiar las conchas y las emociones”.
Unos días antes en esa misma semana, mi hermana y yo habíamos visitado la tumba de mi madre; era la primera vez que yo lo hacía. Había sido una hija, esposa y madre amada: “dedicada a sus hijos”, se lee en la lápida. Yo tenía 8 años cuando ella murió. Mis hermanos tenían 17, 15 y 13. Anna apenas había cumplido 3.

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“Dime cosas que recuerdes de ella”, me había dicho Anna cuando nos sentamos frente a la tumba. No quería que le dijera las cosas importantes que ya sabía, sino las pequeñas, las del día a día.
“Su película favorita era Los viajes de Sullivan. Odiaba Love Story. Hablaba quedito, pero podía cantar con voz de soprano. Su caligrafía era tan bonita que ella misma escribió a mano las invitaciones para su boda. Me ayudaba a escribirle notas al Ratón Pérez y le ponía trocitos de queso. Se comía los tomates como si fueran manzanas”.
Mi madre era conocida como la única integrante del concejo del Distrito Escolar Unificado de Burbank que podía utilizar dos improperios en una sola oración. Al parecer, mucha gente pensaba que era intimidante, pero después de su muerte varias personas nos dijeron: “Tu madre era mi mejor amiga”. Tenía talento y un don histriónico, pero nunca tuvo una carrera. En su lugar, tuvo cinco hijos. Ninguno de nosotros podía imaginar a nadie que fuera más listo o más fuerte que ella.
Me convertí en niña actriz a los 5 años, y después de mi éxito inesperado, mi madre asumió el papel de mi representante. Ella nunca se habría llamado a sí misma de esa manera (su mayor miedo era que la etiquetaran como la típica mamá de niño artista) pero es lo que era, y lo hacía muy bien. Nunca me perdía de vista en los sets de rodaje. Yo estaba ahí para desempeñar un trabajo, y ella estaba ahí para asegurar que yo lo hiciera de manera segura y me lo tomara en serio. De todos nosotros, quizá ella y yo fuimos quienes pasamos más tiempo juntas. Estoy muy agradecida por ello, pero todos los días me arrepiento del tiempo con ella que le quité a mis hermanos.
Nuestro padre se casó de nuevo cuando yo era adolescente, y a Anna la adoptó nuestra madrastra, a quien ella le dice “Mamá” o inay, la palabra en tagalo para decir madre. Desde entonces Anna ha adoptado algunos gestos y expresiones de nuestra madrasta, como decir “cerrar la luz”, o comer con tenedor y cuchara, en lugar de tenedor y cuchillo. Recuerda muy poco a su madre biológica. De niña, una vez me dijo: “Acabas de hacer una cara como la de mamá”, y en otra ocasión lloró cuando le canté una canción que nuestra madre solía entonar, pero parecía que eso era todo lo que podía recordar. Durante mucho tiempo, solo tuvo una foto de ella con nuestra madre, y ninguna de ellas dos solas.
Subimos el bolso con nosotros. La piel estaba muy gastada y el broche no cerraba bien.
“Nunca cerraba bien sus bolsos”, dijo mi hermano. Sonreí. Yo tampoco lo hago.
Empezamos a ver qué había en él con mucha delicadeza. Lo primero que encontramos fue una agenda. Con su letra, había entradas con los datos de personas como Sally Field y Danny DeVito, mis primeras coestrellas. Una semana antes de lo que sería su último día, había escrito: “Volar a D. C.”.
“Oye, es cierto”, dijo mi hermano. “Se suponía que iríamos a Virginia. Pero…”
Encontramos un maquillaje sin abrir y un frasco lleno de medicina para tomar “según se requiera”. Hallamos una foto de un gurú y una nota de un instructor de yoga. Cuando la medicina tradicional no pudo detener el cáncer, nuestra madre recurrió a la medicina herbolaria y a la acupuntura. No sé si creía en ellas, pero parecían hacerla sentir menos incómoda. Excepto la vez que la encontré en la cocina, tirando un licuado por el caño. “Ugh”, escupió. “¡Aceite de pescado!”.
Del fondo del bolso sacamos un recibo.
“Es del día en que murió”, dijo nuestro hermano. “Recuerdo que platiqué con ella ese día antes de irme a la escuela. Esa mañana estaba lúcida. En la noche… ya no”.
También lo recuerdo. Quería preguntarles si creen que ella sabía, pero no pude hacerlo. “¿De qué es?”.
Él dudó por un momento. “Ropa para bebés de dos o tres años”.
Volteamos a ver a Anna. Estaba sentada erguida, la mirada hacia adelante.
“¿Puedo llevarme el bolso?”, preguntó finalmente, en voz baja. “Quiero que lo arreglen”.
Asentimos con la cabeza.
No sabemos qué habría sido de nuestra madre si no se hubiera dedicado a la casa y a criar a cinco hijos. No sabemos quién habría sido si hubiera vencido al cáncer, como nos había prometido hacer. Sin embargo, con ese último acto nos mostró quién era: una mujer entregada a sus hijos, hasta el final.
“¿Hay algo con lo que te quieras quedar?”, me preguntó Anna la mañana siguiente, antes de despedirnos.
Pensé en todas las fotos que hay de mí y de mi madre, en los años que yo pasé con ella y que Anna nunca tuvo.
“No, así está bien”, le contesté a Anna. “Quédate con todo”.

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