Hoy se fue, bueno, en realidad me fui yo, pero después de que él me dijo que no podíamos continuar. Supe que no podría hacerlo cambiar de opinión y sin embargo lo intenté; le recordé lo bien que la pasábamos juntos, los muchos planes que hicimos, la multitud de sonrisas que nos provocamos, los orgasmos de soles explotando, le repetí hasta quedarme sin voz que lo amaba; pero todo fue inútil.
Ahora mismo no me siento triste, sino sorprendida. Apenas unas horas antes me dijo que me amaba, y de pronto, sin aviso, sentenció que en realidad amaba a otra, que lo disculpara, que nada podía hacer contra sus circunstancias, y yo, pues lo disculpé porque nadie es culpable de no sentir lo que no siente. También estoy muy cansada; llorar es agotador, sobre todo cuando el llanto es desesperado y suplicante.
Llegué a casa con los pies vacíos porque vaciarse las manos es de principiantes y me senté a mirar los corpúsculos que quedaron después de los violines. No recuerdo cuándo fue la última vez que sentí tanto silencio. De pronto las paredes comenzaron a moverse, el cuarto se hacía cada vez más pequeño y tuve mucho miedo.
Cuando era niña, mi madre trabajaba todo el día y yo pasaba las tardes en casa de mi abuela, ella no era una mujer mala pero sí bastante intolerante y neurótica, tenía una cama enorme con un colchón de resortes que se movía como gelatina a medio cuajar cada vez que alguien se sentaba en él, también rechinaba como rata herida. Esa tarde, mi abuela veía la final del Torneo de Wimbledon en la televisión, yo de tenis no entendía nada y me parecía una cosa aburridísima aquello de ver a dos señores en shorts pasándose una pelota uno al otro, pero no quería estar sola en la cocina, así que fui al cuarto de mi abuela y me trepé a su camota para ver a los señores de blanco llenos de sudor. Cando me subí, el colchón se volvió la alberca de olas del CiCi y se meneó en todo su esplendor; mi abuela estalló en cólera por mi atrevimiento de interrumpir la final del torneo justo cuando el alemán Boris Becker se imponía. Se levantó de un salto y me tomó por los hombros apretándome muy fuerte, yo quedé muda, me alzó y se dirigió al ropero de madera clarita que había en una de las esquinas de cuarto, soltó mis hombros sólo por un instante para tomar de la parte superior del mueble una llave antigua, abrió la puerta y de un empellón me metió ahí en medio de todos los abrigos y las cajas metálicas que antes fueron para galletas de mantequilla, pero que ahora guardaban hilos y botones. Cerró la puerta y lo único que quedó fue una hebra de luz que se colaba por la cerradura irrumpiendo la más grande oscuridad que había experimentado en mis 6 años de vida.
Mi abuela estaba tan enojada que de seguro pensaba dejarme ahí hasta que muriera de hambre o asfixia; eso pensaba porque en sus ojos no vi piedad alguna como para creer que pasado el cabreo, me liberaría de la prisión de abrigos y olor a naftalina. No sé cuánto tiempo pasó, tal vez fueron unos minutos pero se sintieron como días enteros, yo gritaba y rasguñaba la puerta, le pedía que me perdonara, le juraba que no volvería a hacerlo, le suplicaba que me dejara salir; lloré y grité y rasguñé hasta que me venció el sueño o me morí, tal y como lo había temido.
Cuando desperté pedí mucho a mi ángel de la guarda que todo hubiera sido una pesadilla, pero al abrir los ojos; los abrigos, el hilo de luz y el olor a ropa vieja seguían ahí. De pronto escuché que la puerta del garaje se abría, seguramente era mi mamá que vendría a rescatarme, a salvarme del castigo que me había ganado por subir a la cama movediza. Mi abuela abrió entonces el ropero y con un ademán me indicó que saliera. Mamá no tardó en aparecer en la habitación, cuando la vi fue como… pues fue como ver a mi mamá después del terror. Corrí a abrazarla y le dije lo que había pasado, quería que se enfadara, que le gritara a la abuela, que la golpeara, que le sacara los ojos, que la matara, que vengara mi desesperación y no volviera a permitir que nunca nadie más me hiciera algo tan terrible, pero mamá no hizo nada, me tomó de la mano y se despidió de la abuela diciendo “Gracias por cuidar de la nena, má, siento mucho que te haya dado lata”.
Ese día conocí por primera vez el desamparo, supe que nadie habría que me defendiera, que nadie me protegería, que mi madre era una mujer buena y justa y que si no me había vengado era porque yo merecía lo que había pasado, que era mi culpa. De camino a casa no hubo palabras, en el coche sacó de su bolsa de mano una paleta de chocolate amarillo en forma de Mickey Mouse de las que me encantaban, de esas que compraba en el Sanborns de frente a su oficina y que a mí me parecían la cosa más exquisita sobre la faz de la tierra. Retorcí el alambrito blanco que la cerraba, saqué la paleta y me la comí entre sollozos. Mamá me dijo que la disculpara, que no podía hacer nada porque si se peleaba con la abuela no tendría quién me cuidara y ella tenía que trabajar, y yo, pues yo la disculpé porque nadie es culpable de necesitar lo que necesita.
Al día siguiente volví a la casa de la abuela después del colegio, pero esta vez me quedé toda la tarde en la cocina casi sin moverme y sin despegar los ojos de la puerta por terror a que llegara un monstruo con una llave gigante y me encerrara ahí, o peor aún, una bruja malvada que me metiera en el horno y atrancara la puerta con una silla para no dejarme salir. Nunca más volví a cerrar las puertas ni las ventanas de mi cuarto, sigo sin hacerlo ahora porque tengo un miedo irracional de morir de asfixia entre abrigos con olor naftalina y cajas de botones e hilos.
Las paredes siguen moviéndose y el cuarto ya es diminuto; sé que nadie va a venir a salvarme, que nadie habrá que me defienda, que la vida es justa y que con seguridad merezco esto, que él no se quedó porque yo no soy digna de ser amada, que tengo muchas estrías y me río de cosas muy tontas, que no supe quererlo, que cometí muchos errores y estoy muy llena de defectos, que muevo mucho la cama cuando me subo y nadie soporta eso, que, una vez más, provoqué que me castigaran, que sólo estamos yo y el absoluto desamparo. Me pedí una disculpa por haber tenido miedo, y pues me disculpé, porque nadie es culpable de temerle a lo que le teme.
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