Una famosa tarta de chocolate
Ha madrugado para buscar la receta.
Tenía treinta años cuando la descubrió por azar, mientras esperaba turno en la peluquería para que le cortaran las puntas. Por aquel entonces, siempre se lavaba la cabeza en casa, y quizá por eso, porque no tenía muchas oportunidades de hojear revistas femeninas, aquella secuencia de fotos, la receta paso a paso, le llamó tanto la atención. Cuando la llamaron para ir al lavabo, la llevó consigo. Mientras el aire caliente del secador le secaba los rulos, arrancó la hoja con mucho cuidado y se la metió en el bolso. Sólo faltaban unos días para que su hijo cumpliera cinco años.
–Pues la madre de María le hizo un pastel con nata por encima, mejor que el de Juanito, porque el suyo era de manzana, pero a mí el que más me gusta es el del primo Pablo, porque la tía le pone su nombre con grageas de chocolate… ¿Y yo? ¿Por qué yo tengo siempre una tarta comprada?
Colocó la última gragea y se dijo que era imposible que su hijo se resistiera a aquella llamada dulce y densa”
Se lo explicó muchas veces, pero él no quiso entenderlo ninguna. Por eso, la víspera hizo el bizcocho, una hora de preparación, fundir el chocolate, ablandar la mantequilla, pulverizar el azúcar en la picadora, separar las yemas de las claras, montarlas a punto de nieve, tamizar la harina, y batir, y batir, y batir, y otra hora en el horno… Cuando terminó de fregar todo lo que había ensuciado, estaba casi hecho. Se acostó muy tarde y se levantó muy pronto. Antes de irse a trabajar, la tarta estaba ya glaseada. Después aprovechó el rato de la comida para volver a su casa y decorarla como si fuera un altar barroco, grageas, gominolas, fideos de colores y el nombre de su hijo en la caligrafía torcida, temblorosa, que resultó lo mejor que fue capaz de hacer con una manga pastelera. Pero cuando volvió del colegio con unos pocos amigos y la descubrió, el niño fue feliz. Desde entonces, todos los años su madre le regaló, entre otras cosas, esa misma tarta.
Aquella hoja de revista acabó tan maltrecha de salpicaduras de grasa y chocolate, que copió su contenido en un cuaderno. Eso es lo que busca hoy con afán por todos los estantes y los cajones de su cocina, pero no lo encuentra y al final, mira por dónde, lo que aparece es la receta original debajo de una pila de paños de cocina. Lo primero que piensa al verla es que es mejor así. Después, que tiene que ir a buscar las gafas, porque ya no es capaz de leer una letra tan pequeña. Y cuando lo hace, le asombra la complejidad de aquel desafío en el que triunfó tan rotundamente, tantas veces.
–¿Qué haces? –le pregunta su marido cuando entra en la cocina a desayunar, aunque conoce de sobra la respuesta.
–Una tarta para Miguel – y no se atreve a volver la cabeza para mirarle –, como cuando era pequeño, ¿te acuerdas?
–No va a venir.
–Bueno… Nunca se sabe.
Ese día, su hijo cumple treinta años, los que tenía ella cuando hizo esa tarta por primera vez. Claro que entonces le veía todos los días y ahora hace varios meses que no lo ve. Habla con él por teléfono de vez en cuando, sin que se entere su marido, y sabe que está mal ocultárselo, y que su hijo no tiene razón, que no la tuvo en aquella bronca monumental que los separó a cuenta del maldito dinero que cobraron por el traspaso de la farmacia. Por muy parado que estuviera Miguel, por muy mala suerte que hubiera tenido, por mucho mejor que le vayan las cosas a su hermana, no podían dárselo todo, y no sólo porque Elena sea tan hija suya como él, sino porque además ellos no pueden vivir del aire, y con su pensión tienen lo justo para cubrir gastos. No tenían por qué ofrecerle nada, pero su última oferta había sido muy generosa. Él no la aceptó, y no había vuelto a verlos desde entonces.
Esto no puede ser, pensaba ella todos los días, y por eso ayer le dejó un mensaje en el contestador. Cariño, soy tu madre. Mañana voy a hacer una tarta de chocolate, la de siempre, porque es tu cumpleaños. Vente a comer y lo celebramos todos juntos, un beso…
A las diez de la mañana, la casa ya estaba impregnada del aroma del chocolate. A mediodía, aquel olor se había convertido en un perfume. A las dos, cuando colocó la última gragea de color rojo, se dijo que era imposible que su hijo se resistiera a aquella llamada dulce y densa. A las dos y media, alguien abrió la puerta con su llave. Debe de ser Elena, le advirtió su marido. Cuando Miguel entró en la cocina, cerró los ojos, aspiró con fuerza y sonrió.
–¡Qué bien huele, mamá!