La muerte es capitalmente un asunto literario: sea como un río que deviene al mar o enfundada en una anciana dublinesa en la penumbra, los grandes escritores han celebrado bajo todos los estilos a la vieja segadora como juez póstumo moral y estético.
La dignidad del deceso, el fin de lo mundano, no ha movido en el cine reciente más que a relatos debarroquismo nivea como Mar adentro, destinados siempre a consumo en horarios de tarde, en esa canícula veraniega donde el cerebro reposa inactivo y requiere de estímulos claros como una subida banda sonora y delirantes monólogos que firmaríaPaulo Coelho con su filosofía Zen de tocador. Aquellos arcaicos retablos en penumbra, que alumbraron a los viejos y ágrafos cristianos de los tiempos oscuros en lo sublime, han sido sustituidos en la actualidad por una imagen fílmica construida tomando lo peor del lenguaje publicitario. Entre los pocos resistentes a estos recursos viciados, a la “más falsa amistad que tiene el cine” que decía Eric Rohmer respecto a la música, se encuentra Michael Haneke, cuya evolución en estas últimas décadas ha supuesto la vuelta a un jansenismo formal ajeno a casi toda la producción cinematográfica actual.
La pequeña pieza de Schubert, el cuarto Impromptus D 899, que inicia Amor de Michael Haneke es casi un resumen elegíaco, de un romanticismo efímero, sobre el tono sombrío y distante del estilo del film. Pequeña crónica en el estilo simétrico habitual de su creador, narra con planos fijos, tapices minimalistas, un cuento otoñal, entre la melancolía del cine nórdico y el discreto drama social, muy mitigado, del reciente cine francés. Esta pieza musical, leitmotiv rápido en una película con un trabajo espléndido en la banda de efectos de sonido, es tomada del intervalo que separaba las dos mitades de Barry Lyndon de Stanley Kubrick. La segunda mitad de este film contrastaba con la primera, un film de aventuras no muy lejano a Huston, centrando su narración en la triste y fatal decadencia del personaje protagonista.
Es evidente que la crónica desnuda que filma Haneke es sobre todo un trasunto de la pieza de Schubert; una lejana y pulcra historia de dos ancianos que ven sus últimos días bajo el desprecio a un mundo que hace tiempo los abandonó. El director, con este planteamiento narrativo, practica, así una forma de sobriedad donde la construcción de espacios en equilibrio, en regla áurea, interioriza la propia soledad de los protagonistas. Los planos se filman, entonces, como tapices minimalistas, buscando una ausencia de estímulos que construyan una realidad solitaria proyectada de manera clara al espectador. Este estilo pausado, repetitivo en muchas ocasiones, tiene como único defecto unas complicadas transiciones estacionales, que pretenden aligerar de manera desigual un minutaje un tanto corto.
El suceso que desarrolla el drama, el ictus de la anciana, es explicitado precisamente en una escena de suspensión temporal, donde ella pierde la noción de todo aquello que le rodea e inicia una serie de digresiones, de un fantastique lejanísimo al cine actual, donde las ensoñaciones sustituyen a los momentos dramáticos. Estos últimos no vienen nunca de un exceso de violencia, ni siquiera de una situación muy escatológica… son ante todo la ruptura de la dignidad, de lo cotidiano, aquello que asienta el amor entre ellos.
Se ha comparado entre los clásicos el amor como un culto platónico a la musa y este carácter religioso impregna películas como El fantasma y la señora Muir o ese culto al amour fou que es Vértigo. Si para los espíritus líricos el ocaso es un tipo de destrucción del objeto deseado, Amor supone la solución artística a este final del ensueño, y no es otro que el crimen. Sembrado de manera constante en el film, el concepto de dignidad asociada a un tipo de estética, a un recuerdo lejano en la juventud (las fotos de la belleza juvenil, la anécdota del carácter tiránico de ella con el joven pianista…), hace comprensible la actuación final de él.
Pero sería un error defender Amor como un alegato moral a favor de la eutanasia sin comprender los códigos estéticos que rigen las elecciones de este film. Porque para el Haneke filósofo la estética ante todo un tipo de moral artística que condena a todos aquellos que consideran que la forma es accesoria en un medio como el cinematográfico. Para el director austriaco cada imagen, cada plano aislado, es una representación formal de un discurso acabado y engarzado en un tipo de filosofía moral fuertemente alemana donde no puede existir separación formal.
Y ahí está sobre todo esa imagen, que encabeza y desarrolla el film, del cuerpo sin vida de la anciana, con un vestido de domingo y un pequeño ramo de flores, en esa usurpación de una efigie prerrafaelita que presenta una Ofelia inerte bajo el frío alba de un solsticio parisino. No es otra cosa que la conversión de la musa en obra de arte: la muerte como inicio de la inmortalidad.
Publicado por Julio Tovar
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