Tenía a mis pies la Sierra de Guadarrama cubierta de nieve, iluminada por la delicada luz de una espléndida mañana de invierno.
Rodeado de tanta belleza, me ha golpeado de repente la ausencia de Ahmed, mi principito de Alepo, y la idea de que quizás él nunca tenga la fortuna de contemplar un panorama como el que resplandecía frente a mis ojos.
Mi padre me descubrió las montañas cuando yo tenía la edad de Ahmed. Desde entonces, las entrañas me exigen con regularidad visitar estos paisajes. Cuando salí de Siria, sabía que una de las primeras cosas que haría al llegar a casa sería ir a la montaña.
Cuando estaba en Alepo, rondaban mi cabeza algunas preguntas sencillas para las que no tenía respuesta. O quizás sí que conocía las respuestas, pero eran demasiado jodidas de aceptar.
¿Por qué criaturas como Ahmed tienen que criarse en lugares dominados por el miedo y el dolor, mientras yo he sido tan afortunado? ¿Cómo pueden existir, en tiempos idénticos y en un mismo planeta, ciudades quebradas por la guerra y paisajes de montaña tan majestuosos? ¿Por qué no puedo hacerle descubrir a mi principito estas montañas igual que hizo mi padre conmigo?
Diez días después de volver, sentado en la cima de Peñalara, estas preguntas no sólo rondaban mi cabeza sino que comenzaron a golpear directas a mi estómago.
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