Mauro acababa de cumplir 28 años y tenía que tomar una decisión. Nacido en una humilde familia brasileña, Mauro había completado una carrera académica estelar. Después de una brillante licenciatura de física en Rio de Janeiro, consiguió una beca para el programa de doctorado en cosmología del King’s College de Londres.
Ahora, con el título de doctor bajo el brazo, Mauro tenía que decidir su futuro: ¿continuar en el mundo académico o trabajar para el sector privado? El comienzo de la vida profesional de cualquier joven investigador es extraordinariamente exigente. A menudo, este periodo consiste en mudanzas entre países, poca estabilidad laboral y salarios muy bajos. Mauro se había casado dos años antes y su mujer acababa de dar a luz a su primer hijo, así que aceptó una oferta para trabajar en un banco de inversión de la City de Londres.
Desde los años 90, miles de investigadores en física y matemáticas han seguido la misma trayectoria que Mauro. A medida que avanzaba el proceso de globalización económica, los mercados financieros crecieron exponencialmente. Los bancos de inversión y los hedge funds necesitaban nuevos talentos para crear complejos productos financieros. ¿Qué mejor que reclutarlos desde el mundo académico donde los salarios son tan bajos? En la industria financiera, a profesionales como Mauro se les conoce como “quants”, un diminutivo para “analistas cuantitativos”.
El sueño de utilizar modelos matemáticos para predecir los mercados financieros es muy antiguo. Si gracias a herramientas analíticas podemos predecir los eclipses de Luna para los próximos 10.000 años, ¿por qué no encontrar las ecuaciones que nos permitan hacernos millonarios?
El mundo financiero creyó encontrar su santo grial en el año 1973. Dos economistas estadounidenses, Fischer Black y Myron Scholes, publicaron una ecuación que permitía estimar los precios de ciertos contratos financieros conocidos como “derivados”. En pocas décadas, el mercado de estos complejos instrumentos movería cientos de billones de dólares. Black y Scholes fueron galardonados con el Premio Nobel de Economía en el año 1997.
A los inversores les gusta el riesgo, siempre y cuando puedan ponerle un precio. Los nuevos talentos matemáticos parecían capaces de cuantificar los riesgos de instrumentos financieros cada vez más complicados. Con la seguridad que proporcionaban los analistas cuantitativos, los managers de los bancos se lanzaban a crear productos aún más sofisticados.
Mauro fue asignado a un equipo que trabajaba sobre el mercado inmobiliario estadounidense. Su tarea consistía en comprar miles de hipotecas a los bancos y englobarlas en un instrumento llamado “obligación de deuda colateral”, que luego vendía por trozos a otros inversores. En el año 2000, David X. Li, un matemático que trabajaba para JP Morgan, había publicado una fórmula que permitía cuantificar los riesgos de este producto. Usando la fórmula de Li, las agencias de rating calificaron con una triple-A muchas obligaciones de deuda colateral, lo que aumentó el apetito de los inversores por estos instrumentos. Esa demanda provocó que los bancos comenzaran a dar hipotecas a personas que difícilmente podrían devolverlas.
Hasta mediados de 2007, todo el mundo parecía feliz. Los bancos de inversión anunciaban cada trimestre beneficios de miles de millones de euros y analistas cuantitativos como Mauro se embolsaban jugosos bonus.
Hoy sabemos que aquella fiesta terminó con el mayor descalabro del sistema financiero desde la Gran Depresión. Muchas bancos sólo sobrevivieron gracias a las inyecciones de dinero público.
¿Cómo pudieron las matemáticas fallar tan estrepitosamente? Las ecuaciones son construcciones precisas. El problema es que cualquier modelo matemático de la realidad reposa sobre ciertas hipótesis y simplificaciones. Por ejemplo, la fórmula de Li fue derivada utilizando los datos del mercado inmobiliario durante los últimos 20 años, un periodo de tiempo donde los precios siempre habían subido.
Cuando estalló la burbuja, esos modelos ya no reflejaban la realidad. Mauro cuenta que sólo en una de las semana de noviembre de 2008, se produjeron 7 eventos para los que sus modelos daban una probabilidad de 1 vez cada 20.000 años.
El problema no fueron las fórmulas, sino la confianza ciega que estas generaron. Como todo el mundo creía comprender los riesgos, la complejidad del sistema creció hasta volverse incontrolable.
Millones de personas en todo el mundo están sufriendo las consecuencias. Además, los miles de cerebros que absorbió el mundo financiero suponen un terrible desperdicio de talento: ¿cuántos avances científicos habríamos logrado si genios como Mauro se hubiesen dedicado a la medicina o la física?
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