A veces tiene que pasarte algo muy gordo para que te des cuenta de las cosas. A veces tienes que verte pintada la palabra “idiota” en la frente para ver que te estás comportando como tal. A veces tienes que hacer recuento de sentimientos para descubrir que estás dando mucho más de lo que estás recibiendo, y además, no paras de ponerte excusas estúpidas para seguir creyendo tu propia mentira. ¿Te suena? Bien, si te resulta familiar, bienvenido. No estás solo.
Es casi escalofriante la cantidad de barbaridades que somos capaces de hacer por alguien que nos importa. Aunque nosotros no le importemos lo más mínimo a esa persona; y oye, que está en todo su derecho. Cada uno es libre de sentir lo que quiera y por quien quiera, no seremos nosotros los que obliguemos a nadie a nada. A lo que me refiero es a la mentira. Al “te quiero, pero…”.
No. Si hay un “pero”, no me quieres. Ahí está la falta de respeto. Ahí está el cabreo monumental. Ahí está el fallo. Y tú sigues enganchado. Eso es enfermizo, que lo sepas. Es el mayor insulto que le puedes decir a tu amor propio. “Oye, Dignidad, que lo he pensado y he decidido amar y esperar a alguien que se ríe de mí con sus incoherencias y sus puñeteros peros, que me tiene en un constante contigo pero sin ti, que me torea como quiere, ¡vaya!, porque sabe lo que siento y se aprovecha de ello”. Qué grande por tu parte.
Para hacerlo más gráfico, hemos cogido carrerilla y nos dirigimos con paso firme hacia un muro de piedra para reventarnos la cabeza contra él; pues así cien veces. Algunos hasta más. ¿Qué consigues? Una jaqueca del demonio, como mínimo, y dolor. Mucho dolor. Pero dentro, en un pequeño rinconcito de tu pecho. Esa es la peor parte. Eso es lo que más pesa, lo que te está matando paulatinamente. Si tú no te frenas en seco la próxima vez que te dirijas de cabeza hacia el muro, no lo va a hacer nadie. Si tú no te plantas y echas el freno, no esperes nada más que más y más cabezazos; más y más dolor.
Yo no vengo a descubrirte las Américas, pero que sepas que te mereces algo mejor que eso. Mereces a alguien a quien realmente le importes y le intereses; mereces a alguien que te haga sentir querido, que te haga sentir literalmente en una nube; mereces a alguien que te arranque más carcajadas que lágrimas, que te alegre el día, que te demuestre que realmente está ahí para ti; mereces a alguien con coherencia entre sus palabras y sus hechos, que si te dice que te quiere, te lo diga de verdad, y encima te lo demuestre; mereces a alguien que te haga crecer como persona, que te inspire, que te de impulso.
Y mañana, cuando despiertes de ese letargo que te tiene adormecido, te canses de tanta indiferencia y tanto cuento chino, y decidas ir a por lo que de verdad mereces, entonces puede que esa persona que tanto se hacía de rogar, que te hacía sentir tan pequeño, mire atrás y contemple con nostalgia todo lo que dejó pasar. Y puede que se arrepienta, puede que intente rectificar y comience a valorar lo que en su día pisoteó. Pero ya será demasiado tarde. Tú también habrás aprendido a darle la importancia que se merece a quien realmente se la merece. ¿Moraleja del cuento? Quien quiera estar, que esté, pero que esté de verdad. No necesitas palabrería insustancial, ni mentiras, ni largas, ni estupideces que te hagan perder el tiempo. Quien quiere estar de verdad, lo demuestra. Y quien no, sólo marea. Aprendamos la diferencia.
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