A las 13:30 apagó
el ordenador. A las 13:31 se encerró en el lavabo, se afeitó y rehízo el nudo
de su corbata. Salió de la oficina y fue dando un paseo. Era un martes pero
toda la avenida olía a viernes. De camino, paró en un puesto de flores y, entre
dos docenas, eligió una rosa blanca. Llegó primero al Hotel Londres. Habitación
423. Guardó la alianza en el bolsillo de la americana y se sentó en el borde de
la cama . Pasaron nueve minutos y 38 segundos.
Abrió sin dar
tiempo a que los frágiles nudillos golpearan la puerta. Y allí estaba ella.
Luminosa. Un vestido negro ajustado, unos tacones más altos de lo habitual y
una cesta de pic nic, de mimbre, de la que sobresalía una botella de Moët. Su
sonrisa tímida dejó entrever mil besos
esperando a ser pedidos. Él le cambió el primero de ellos por la rosa, y
ella se la engarzó en el pelo. Comieron sobre un mantel de cuadros, en el
suelo, con las olas como música de fondo.
Jugaron a adivinar
películas. Después, jugaron a conocerse. Tras el penúltimo beso recogieron la
cesta y se fueron, cada uno, a su trabajo. Tuvieron tiempo, pero no se
ducharon.
La tarde duró cien
recuerdos y un suspiro. Él llegó a su casa, abrió la puerta y el chapoteo y las
risas le llevaron hasta el final del pasillo. De rodillas, su esposa bañaba a
su hijo de cuatro años. Él les sonrió desde el quicio. Ella le miró, secándose
las manos en la falda.
En su pelo, la
rosa blanca aún parecía recién cortada. Su sonrisa cómplice dejó entrever mil
besos esperando a ser pedidos.
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