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domingo, noviembre 16, 2014

Cuando fuimos la pareja ideal (por Almudena Grandes)

Ella se enteró por su mejor amiga.
–¡Está aquí! Ha vuelto, tía, de verdad, me lo encontré el domingo en el portal de la casa de mi madre y no me lo podía creer, está igual, tendrías…
–Pero ¿quién?
A él se lo conto su hermano, en la sobremesa de una paella dominguera y familiar.
–Pues la mujer de tu vida lleva un año divorciada, no creas.
–La mujer de mi vida… ¿Cuál?
Los dos habían sido la primera pareja del otro. Cuando se conocieron no habían acabado el bachillerato. Él tenía 15 años, ella 14, y los dos eran muy guapos, cada uno en su estilo, un tanto brusco él, un pelín cursi ella, de tal manera que sus excesos se anulaban entre sí para crear un perfecto equilibrio. Hacían tan buena pareja como si cada uno de los dos hubiera nacido sólo para enamorarse del otro, y desde luego se enamoraron, con ese amor apasionadamente radical, radicalmente ingenuo, ingenuamente apasionado, de los adolescentes.
Cuando traspasaron esa barrera seguían juntos, hasta convencidos de que seguirían estándolo toda su vida, y sin embargo, en el verano de sus 20 años, él se fue de viaje por media Europa con dos amigos, mientras ella pasaba unos días de vacaciones en el chalet que los padres de una de sus amigas tenían en la costa. Y al volver a Madrid, él no la llamó. Y al comprobar que no llamaba, llamó ella. Él sólo se puso en el tercer intento, y quedaron en su bar de siempre, donde sonaba la música de siempre, y los camareros de siempre les pusieron sus copas de siempre en su mesa de siempre. Allí rompieron de una forma más serena que civilizada, porque los dos estaban de acuerdo. Yo es que no estoy segura, dijo ella, tan cursi como de costumbre. Yo no puedo más, añadió él, aportando el adecuado contrapunto de brusquedad.
Aquella noche, sus respectivas madres no pudieron dormir, y a la mañana siguiente, en el desayuno, sus hermanos no hablaron de otra cosa. La noticia se fue extendiendo, y el asombro, la tristeza, la estupefacción de quienes les conocían fueron levantando a su alrededor un cerco tan insoportable –¿pero cómo has hecho eso?, ¿pero tú te has vuelto loca?, ¿pero no te das cuenta de que estáis hechos el uno para el otro?– que los dos tuvieron a la vez la misma idea. Ella se fue a París a terminar la carrera. Él, que la había terminado ya, se largó a Tarifa y montó un chiringuito de surferos. Después regresaron y volvieron a marcharse, se casaron y se separaron, fueron, volvieron, y de vez en cuando él se acordó de ella, ella de él, y ambos pensaban en cómo habría sido su vida si hubieran acatado aquel misterioso mandato del destino, que parecía empeñado en unirles para siempre. Los dos se arrepintieron alguna vez de haberse separado, pero olvidaron igual de deprisa ese arrepentimiento.
Y aquí están. Los amigos, los hermanos, los padres y las madres se han puesto tan pesados que han quedado a tomar una caña en el bar que ocupa ahora el local de aquel otro bar que para ellos era el de siempre. Se reconocen a la primera, sin vacilar, porque ninguno de los dos ha cambiado mucho. Al borde de los 50, él, pelo más bien largo, canoso, perpetua barba de tres días, la piel bronceada y el cuerpo flexible por el ejercicio diario, sigue siendo atractivo. Ella se ha cuidado tanto, ha hecho tanta dieta, tanto ejercicio, que a primera vista parece la misma, aunque ya no es cursi y tiene arrugas de tanto reírse.
Al encontrarse, los dos deciden que su primer amor sigue siendo una persona atractiva. Y al besarse, se emocionan un poco. Por eso los dos sienten a la vez que les están fallando los pies, como si empezaran a balancearse en el borde de un abismo, pero al final todo sale bien.
Cuando empiezan a hablar, resulta que él se ha hecho del Madrid y ella sigue siendo del Atleti. Él no ha tenido hijos, ella tiene dos. Ella pide una cerveza sin alcohol y eso él nunca ha podido entenderlo. Lo que ella no entiende es que él no vaya a votar. ¿Y sigues viviendo aquí, en el barrio? Sí, estoy encantada. Yo no podría. ¿No?, pues a mí no me gusta el campo. ¿En serio? Pues no sabes lo que te pierdes, por cierto, ¿quieres otra? No, me voy a ir ya, que tengo que hacer la comida. Ya, yo también tengo prisa, pero déjame que te invite. No. Sí, Que no, de verdad. Que sí, que me apetece mucho volver a pagarte una caña, aunque sea de mentira…
Entonces ella sonríe. Él también. Se despiden, se besan, y cada uno se va en dirección contraria. Él, incluso, corre un poco. Ella se limita a andar deprisa. Los dos tienen la misma cara de alivio.


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