Seguidores

lunes, agosto 04, 2014

Historias de “Aquellos que Aman”…

Publicado el 31 agosto, 2012 por María Cecilia Fourcade Galtier
Graciela con sus 81 años, asiste al taller de Literatura en el PEAM. Siempre le gustó escribir; y desde hace muchos años atrás, ha creado muy lindas poesías, las que ha ido guardando, hoja por hoja.
Un día, sus hijos, se tomaron la tarea de ordenar, trascribir y encuadernar algunas de ellas. No hace mucho, le regalaron una Notebook, para que ella, transcriba y produzca nuevas poesías. Por supuesto, necesitó tomar unas clases, para aprender su manejo. Y, a pesar de su edad, no se acobardó y dijo: “Nunca es tarde para aprender. Yo puedo”. Y ahí fui yo, para asistirla.
Hace unos días, tomando su habitual clase de computación, conversando, me enseña un libro que acababa de adquirir, para leerles a los abuelitos, del Hogar “San Carlos Borromeo”, a la que asiste con una compañera.
Comencé a leer dicho libro, y me gustó tanto, que me inspiró escribir este post y compartirlo con todos Uds.
Se trata del siguiente libro:

Sinopsis:
Historias de amor relatadas por sus propios protagonistas, ganadoras del concurso “Una historia, una canción” del prestigioso programa Viva la Radio (Cadena 3 Argentina).
Amores que esperan décadas, que se enfrentan a las mezquindades sociales, que combaten las prohibiciones, desafían a la guerra, a la enfermedad y a la muerte.
A continuación transcribo y comparto, algunos de esos relatos…
Cada luz encendida en la madrugada es una historia de amor.
Erguirse y volar hasta verlas a todas y luego unirlas para que resplandezcan es la razón de este libro. Un libro que empezó, como casi todos, en un juego: “Nosotros abrimos el espacio y ustedes lo llenan con sus angustias y sus alegrías, es decir, con sus vidas mismas”.
Con ese precepto, el programa Viva la Radio, de la prestigiosa emisora cordobesa Cadena 3, convocó a todos aquellos que amaron y aman a contar sus historias “en el aire”. Y a medida que estas historias, así expuestas, iban desnudando secretos, miles se sintieron identificados y se animaron, a su vez, a denudar los suyos.
De una selección de tales secretos trata este libro. De amores que esperan décadas, que se enfrentan a las mezquindades sociales, que combaten las prohibiciones, que desafían a la guerra, a la enfermedad y, aún más, a la muerte.
Historias como estas han sido materia prima de Shakespeare, de Flaubert, de Margaret Mitchell, de García Márquez, de Cortázar, para crear a Julieta, a madame Bovary, a Scarlett O’Hara, a Fermina Daza, a la Maga. Esta vez, Viva la Radio y Raíz de Dos las publican en estado puro, antes de que los escritores notables las conviertan en Clásicas.
 
Aquellos que Aman…
Prologo
Quien lee una carta de amor puede ubicarse en dos sitios. Si es el destinatario, estará frente a uno de los más lindos homenajes que pueda recibir. Blandirá mucho más que un papel escrito con dedicación y cuidado, tendrá una joya, un tesoro que guardará por siempre. La persona que recibe una carta de amor siente brisas de colores, escucha valses y campanas de cristal.
Y si quien la lee no es el destinatario, es un privilegiado, alguien que recibió invitación para sentir los suspiros, las caricias, las lágrimas. Se llenará de vida, aunque llore de pena o de impotencia. En cualquier caso, la carta se apoderará de su presente y, aun más, de sus recuerdos.
Este libro es como abrir un cofre y encontrar un manojo de cartas amarillentas abrazadas por una cinta sutil, que alguna vez tuviera el brillo majestuoso de la seda. Al desatar el lazo, frente al umbral de historias por descubrir, es muy probable que nos invada el vértigo: nos aprestamos a entrar al mundo de los susurros al oído o de los gritos de pasión que atraviesan el mundo entero.
La fuerza de las historias radica en el hecho fundamental de que no provienen de la pluma inspirada de ningún escritor, de que no hay un solo gramo de mercantilismo en su tinta. Están escritas con tinta, si, pero mezclada con el sudor, las lagrimas y el aliento tibio de los enamorados. Son cartas escritas de un tirón, en una sentada, pues todas estaban listas para salir, cobijadas en el pecho de sus autores. Son la manifestación pura del sentimiento más fuerte y movilizador de la raza humana.
Un puñado de cartas de amor es un regalo excepcional, casi un milagro. Sin duda, un privilegio para el corazón, la garganta y el alma. Un regalo que se agradecerá siempre, especialmente por conocer de quien viene. Porque Rony Vargas y el gran equipo de Viva la Radio nos vuelven a sorprender con su bondad entrañable. En este libro, como en cada tarde, insisten en regalarnos un buen bocado de vida, cultura y amor.
Juan Manuel Vargas

Las cartas están separadas por los siguientes temas:

Aquello que aman… – A pesar de lo prohibido
– Ante la enfermedad
– A pesar del tiempo
– En tiempos de guerra
– En la adversidad
- Frente a la muerte
- A pesar de todo
- Ante la enfermedad
A continuación, transcribo y comparto, cinco relatos que seleccioné para Uds.:
De Aquellos que Aman… a pesar del tiempo:
Nuevos Milagros del Bar Unión (Nicolás Vaschetto)

Para Natalia, la mujer de mis sueños.
Mediados de 1977, con cuarenta y cinco años y un matrimonio en Santa Fe que ya era un montón de escombros, vine a córdoba por negocios y, esperando que me atendieran en Deán Funes 60, me puse a mirar la gente que pasaba por la vereda. De pronto, se detuvo un taxi y bajó una joven y hermosa mujer que llamó poderosamente mi atención. Una idea que me quedó grabada durante mucho tiempo cruzó por mi mente: “¡Cómo me gustaría que fuera mi esposa!”.
Volví a Santa Fe y no hubo día que no recordara a esa mujer. Cinco años después, ya separado, vine a Córdoba, y en una fría y lluviosa mañana de mayo de 1982, mientras iba saltando charcos por la peatonal, eso que llaman destino me puso delante una dama cargada de carpetas, que terminaron desparramadas en el piso a raíz del encontronazo. Abrumado por mi torpeza y pidiendo mil disculpas, me llevé la sorpresa de mi vida. Era ella, la mujer de mis sueños, la que mi mente había protegido durante tantos años. A partir de ese momento, el cafecito humeante y las largas charlas en el Bar Unión se convirtieron en un ritual.
Hoy tengo setenta y ocho años y llevo veintiséis de felicidad compartida con la mujer de mis sueños, que es apenas una piba de sesenta.
Dios cierra el piano, se pone el saco, cruza el salón, se va a la calle y sale volando del Bar Unión. Algunos bares parecen hechos a la medida, son como besos que hacen milagros en las heridas.

Justina y Francisco (Graciela Beatriz Peralta)
Sentada a mi lado, con lágrimas en sus ojos, Justina, mi abuela del corazón, me contó:
“Cuando conocí a Francisco yo tenía trece y él dieciocho. Recuerdo que fue en una fiesta a la que había ido con mis padres. Él tocaba el bandoneón en una pequeña orquesta y no hizo falta más que mirarnos para quedar prendados el uno del otro.
Esa noche, bajo la rigurosa mirada de mi madre, cruzamos unas pocas palabras, pero fueron suficientes para acordar una cita.
Mi corta edad, sus años y su pasión por el bandoneón fueron motivos de la reacción de mis padres, que no aceptaron que lo volviera a ver. Sin embargo, el destino quería juntarnos. ¡Estábamos enamorados!
La iglesia del barrio fue testigo de nuestros encuentros y de su promesa frente al altar: Si no me caso con vos, no me casaré nunca.
Pero mi madre hizo lo imposible por separarnos, y finalmente un día lo dejé de ver.
Se fue lejos, a Buenos Aires, y por mucho tiempo no supe de él, hasta que llegaron noticias que decían que mi Francisco se había casado.
Decidí entonces que debía olvidarlo, arrancarlo de mi corazón.
Años más tarde, me casé con un buen hombre al que quise mucho, pero nunca amé. Tuve tres hijos a los cuales crié sola, porque cuando eran pequeños quedé viuda.
Un día, después de muchos años, encontré un viejo papel con un número de teléfono: el de Francisco.
Me preguntaba si después de tantos años sería posible saber algo de él. Decidí llamar, y del otro lado su voz me paralizó. Como pude, dije: soy yo, Justina, y el contestó: ¡Mi palomita, tantos años!
Mil cosas quisimos decir; finalmente decidimos que lo haríamos personalmente. Así fue que los pocos días viajó a Córdoba a verme y nos encontramos en un bar. Habían pasado treinta y tres años desde la última vez. No estábamos iguales, pero éramos los mismos.
Me confesó que nunca se había casado, que se había mantenido fiel a su promesa: Si no me caso con vos, no me casaré nunca.
El destino nos había juntado otra vez, pero ahora para siempre: nos casamos a los pocos meses.
Hoy estamos por cumplir treinta y tres años juntos, el mismo tiempo que estuvimos separados. Grandes ya, continuamos prodigándonos amor, y aunque nuestras manos tiemblen y nuestros pasos sean cada vez más lentos, seguimos andando juntos, recuperando aquel tiempo de juventud que nos robó la vida.”

De Aquellos que Aman… en tiempos de guerra:
Tonada de Amor y Guerra (Andrés Fernández)
Allí donde imperaba el viento y el frío era más frío, en ese ambiente hostil de la guerra, mis ojos se volcaron hacia una kelper. Era alta, de piel rosada y unos ojos azules que parecían las aguas del canal que teníamos enfrente. En aquella casa de la parte alta de la ciudad, donde vivían los obreros de la Falkland Company, ella recorría el patio trasero recogiendo su ropa tendida. Al lado, en otra casa, se alzaba el comando de Comunicaciones al que yo pertenecía.
Varias veces me había cruzado con sus ojos, que tímidamente observaban lo que hacíamos. En una oportunidad, una de sus blusas se voló y cayó en el patio que ocupábamos los soldados argentinos. Más que corriendo la recogí y se la alcancé a través de una verja de madera bajita. Apenas nos miramos, los dos sonreímos; se escuchó un Thank you, y un de nada rompió el zumbido del viento. Con una sonrisa amable nos despedimos, sin palabras por supuesto, y mi corazón latió fuerte, muy fuerte.
Los días de la guerra pasaron uno a uno pesadamente y el ataque al aeropuerto ya se había hecho realidad. La mañana de un sábado con mucho sol, en el patio trasero de la casa, mientras yo fumaba un Jockey, apareció ella, sonriéndome. Me acerqué y comenzamos a hablar como Tarzán y Jane, riéndonos, porque no nos entendíamos. Por allí escuché Nicola Colbert y entendí que era su nombre, entonces dije: “Andrés, me llamo Andrés Fernández”. Ella sonrió y comenzamos a reírnos, y no sé cuánto tiempo estuvimos “hablando”. En un momento me dio a entender que podía lavarme la ropa; imité sus movimientos y entonces me dijo: “yes, okey Andreesss”. “Bárbaro, mañana te la traigo”, dije yo.
Nos despedimos dándonos la mano y, mientras caminaba los cuatro kilómetros que me separaban del pozo de zorro, silbando bajito la Tonada de un viejo amor y canturreando su letra, me di cuenta de que me había enamorado. Me di vuelta para mirar la casa desde la loma y allí estaba Nicola, saludándome con su brazo en alto.
Las medias y los calzoncillos lavados lucían suaves y perfumados. Aquella última vez que pudimos vernos, me entregó la ropa tratando de decirme que allí había algo más para mí. Intenté explicarle que las cosas estaban muy difíciles y que tal vez debería ir al frente. Con sus ojos llenos de lágrimas me dijo: “Good bye, Andrés, bye”, y otras cosas que no entendí. Le apreté fuerte la mano, no me animé a besarla, no me animé a mirar hacia atrás. Me dolía esa despedida.
Después, en mi carpa, encontré entre las ropas una pequeña radio Sony portátil, plateada, con una flor dibujada, el nombre de Nicola y una nota que decía en español: “Es para ti, tienela”.
Jamás supe nada de ella. Ya terminada la batalla, cuando como prisioneros de guerra nos embarcaban para el continente, creí ver a Nicola con su brazo en alto, despidiéndome, entre los kelpers, que miraban desde el muelle.
Quizás estaba allí. Quizás fue sólo mi imaginación. Lo que sí sé es que cada vez que escucho la Tonada de un viejo amor, me zambullo en sus ojos azules y me quedo a vivir en ellos.
Herida la de tu boca,
que lastima sin dolor;
no tengo miedo al invierno
con tu recuerdo lleno de sol.

De Aquellos que Aman… en la adversidad:
El Lecherito de Dolores (Arquímides Pignatelli)
Los primeros recuerdos de nuestra historia de amor tienen lugares precisos. No tienen, eso sí, fecha exacta, aunque todo sucedió en algún momento de la primavera de 1945.
Vivíamos en el pequeño pueblo de Dolores, aquel de la casa Flor de durazno, de la capilla centenaria y del molino fabricado por Eiffel.
Yo era el tercer hijo de una familia de piamonteses que trataba de abrirse camino en la vida. Nos manteníamos con la venta de leche, producto de un pequeño tambo, y con la venta de verduras. Era muy difícil arrancarle algo de dinero a esa tierra arenosa y de agua escasa.
Tenía doce años y era repartidor de leche en Capilla del Monte (a casi ocho kilómetros de Dolores). Hacía el trabajo muy temprano, porque después tenía que ir a la escuela, también en Capilla.
Para ganar unos centavos adicionales, compraba leche en otro tambo y revendía a unos vecinos recién llegados, que vivían al costado del camino.
En una de esas madrugadas, pasé a retirar el recipiente y vi, en la ventana de la modesta casa, a una niña de unos diez años, toda empolvada, recién peinada, que me saludaba con un movimiento de la mano. El sol todavía no asomaba, pero una orgía de colores anunciaba el día, los mismos colores que tiñeron sus mejillas cuando le contesté con un tímido: ”¡Buenos días!”
Después de ir a la escuela, y ya pasadas las doce, regresé a dejar el recipiente para el otro día y de nuevo estaba la niña apoyada en el marco de la ventana, aunque esta vez se retiró, presurosa y esquiva.
Me enteré de que se llamaba Agustina, que estaba pupila en un colegio de monjas en La Cumbre y que los padres la traían para visitar a la familia los sábados por la tarde, pues en aquel entonces también había clases los sábados a la mañana.
Tenía en quién pensar y eso acortaba mis días de trabajo penoso y sacrificado, y poblaba mis sueños y proyectos con una presencia más idealizada que real, pues la había visto una sola vez y muy fugazmente.
El hecho de que nuestras familias se hicieran muy amigas facilitó el acercamiento, pero siempre dentro del marco de la timidez propia de los niñoz de la época.
En una tardecita de domingo, salimos a pasear por el río, con complicidad de nuestros hermanos mayores, que nos permitieron caminar unos pasos detrás del grupo. Cuando por fin me animé a tomarla de la mano, nos quedamos mudos y seguimos caminando en ese silencio, sabiendo que con sólo tocarnos las manos nos bastaba. Ella con la mirada baja y yo con la angustia de no saber qué decir.
Crecimos, y ella se convirtió en una preciosa adolescente, pequeña, movediza, siempre alegre, pero con una determinación y empeño que aún hoy forman parte de su carácter.
Cuando cumplí los dieciséis, con la bendición de papá y el temor de mamá, me fui de casa a buscar mi lugar en el mundo, pues sentía que en Dolores no teníamos futuro.
Un día antes de mi partida, fui a despedirme de Agustina. En esa despedida, al amparo de la sombra de un frondoso algarrobo, nos dimos el primer beso. un beso fugaz, apenas un toque, tan leve como el aleteo de una mariposa. Entonces le dije: “Te quiero tanto, tanto…”.
Luego, la distancia impidió profundizar la relación, pero nos escribimos con frecuencia, así que esas cartas formaban parte de nuestro cofre de recuerdos. Agustina estudió y se recibió de maestra. Yo estudiaba y trabajaba. Primero en Córdoba ciudad, luego en San Luis. Nuestras vacaciones no coincidían y nos encontrábamos muy poco, pero la llama del amor no se apagaba.
Nunca nos hicimos promesas de esperarnos. No era necesario. Nuestros corazones latían al unísono y teníamos la misma certeza: la espera y la distancia acrecentaban las ansias de estar juntos.
Después obtuve una beca para perfeccionarme en Estados Unidos. Por un año no nos vimos, pero le escribía contándole mis experiencias. A mi regreso, por razones de trabajo, me radiqué en Mendoza. Otra vez la distancia que nos separaba, y el amor que volaba llevando mensajes cada vez más desesperados.
La familia de Agustina se mudó a la ciudad de Córdoba, pero ella consiguió un puesto de maestra en Capilla del Monte, donde ya Vivian mis padres, y en épocas de clases se alojaba en nuestra casa.
Por fin luego de casi quince años de separación, comenzaba a mejorar la cosa. Yo trataba de ir todos los fines de semana que me resultaba posible y, por supuesto, teníamos las vacaciones para nosotros.
Le pedí que se casara conmigo una tarde de verano, mientras escuchábamos a los Cinco Latinos cantar Tú mi destino, que desde entonces se transformó en nuestro himno de amor. Allí nos hicimos la promesa de seguir por la vida juntos.
Nos casamos, nos instalamos en Mendoza, al segundo año de casados nació nuestra primera hija y, muy poco después, la segunda. Crecieron, estudiaron, se recibieron, se casaron y nos dieron siete nietos.
Ahora que somos mayores y tenemos las pupilas llenas de lejanos paisajes, el corazón desborda de buenos recuerdos. Las imágenes de nuestra niñez se tiñen de sepia y se vuelven fotografías de un álbum entrañable.
Aún caminamos por la vida tomados de la mano. Somos una sola persona, un solo sentir. Todavía tenemos sueños y proyectos nuevos, y la alegría de vivir y de amarnos se renueva día a día cuanto le digo: “Te quiero tanto, tanto…”.

De Aquellos que Aman… a pesar de lo prohibido:
La Edad del Amor (María del Carmen Braiero)
Nací en un pueblito del norte de Santa Fe. Soy única hija de una familia de buen pasar y por los compromisos de mis padres me crié con el personal doméstico.
A mis dieciocho años conocí a un muchacho de otro pueblo. Me quise casar y nadie en la familia se opuso, así que hicimos una gran fiesta de casamiento y nos fuimos a vivir con los padres de mi marido.
Cuando nació mi primer hijo, ni papá ni mamá fueron a verlo porque, como siempre, tenían otros compromisos. Cuando nació mi segundo hijo no les avisé.
Pero no era el único problema, ni el principal. Con el paso del tiempo me di cuenta de que no quería a mi marido; entonces no resultó una sorpresa que un día tomara a mis hijos y mis cosas y me fuera a casa de mis padres. Al principio no quisieron recibirme, pero de a poco se encariñaron con sus nietos, tanto que vivían para ellos. Esa nueva oportunidad que la vida les estaba dando duró poco: murieron muy jóvenes.
Entonces vendí todo y me hice una casa en San Francisco, Córdoba. Encontré trabajo en una clínica y nos fuimos a vivir con mis hijos ya adolescentes. Casa de por medio con la mía, había un supermercado al que iba todos los días. Al lado, el único hijo varón de los dueños tenía un maxi quiosco. Todavía recuerdo lo que pensé cuando lo vi:”¡Que hermosa criatura!”.
Al poco tiempo me hice amiga de sus padres, su abuela, sus tías, en fin, de toda la familia. Y mis hijos se hicieron amigos de él.
Yo ya tenía treinta y cuatro años, pero, como una adolescente, me fui enamorando. Cuando volvía de trabajar buscaba una excusa para ir al negocio y charlar de cualquier cosa. Lo quería cada día más, pero me daba cuenta de que todo era una locura.
Un día, tomando mate, sus padres me contaron que estaban preocupados porque el “nene” había cambiado de novia y aproveché para preguntar la edad: “veintidós”, me dijeron. ¡Me quería morir!
Entonces empecé a salir con mis compañeras de trabajo, para olvidarme. Pero fue imposible.
Una noche, cerca de las once, yo salía de trabajar y llovía muchísimo. Como no podía volver a casa en mi moto, me paré en la vereda para tomar un remis. ¡Sorpresa! Ahí estaba él, con su auto, esperándome.
Yo temblaba entera. Me acerqué, me dio un beso y me invitó a subir. Le pregunté si tenía miedo que se le mojara la vecina con tanta lluvia y me dijo que lo quería era hablar conmigo. Fuimos a cenar a las afueras de la ciudad, para que nadie nos viera.
Entre risas y miradas, lo escuchaba hablar, pero mi mente estaba ocupada en una idea: “Esto no me puede estar pasando”. Hasta que él reveló el verdadero objetivo de la charla: decirme que se había enamorado de mí desde el primer momento y que cada día me quería más. También dijo que desde aquel instante “mágico” me vio tan linda y tan mujer que pensó que yo no era para él.
Me largué a llorar. El nuestro era un amor imposible. Yo era doce años mayor y mis hijos eran sus amigos, así que entre lágrimas, en medio del dolor de lo imposible, le confesé lo que sentía. Todo el amor adolescente y toda la angustia que, por eso mismo, me acompañaba.
Seguimos viéndonos a escondidas, cada vez más enamorados.
Todo marchaba hacia ese destino de amor secreto, hasta que él le contó la historia a una de sus tías y ella se encargó de hablar, de a una, con todas las personas que importaban: sus padres y mis hijos. Al revés de nuestros pronósticos, recibieron la noticia con mucha alegría y no sólo no se opusieron, sino que apoyaron nuestra relación. Tantas fueron las muestras de afecto que nos hicimos una casa en las sierras y nos fuimos a vivir todos, como una gran familia. Imposible una felicidad mayor.
Nos casamos por civil y por iglesia y en nuestro nuevo hogar nacieron nuestras dos hermosas hijas.
Hoy tengo sesenta y cinco años y mi “hermosa criatura” cincuenta y tres. Hace poco hemos cumplido las Bodas de Plata, tenemos tres nietos y vivimos muy felices con nuestros hijos, nueras y yernos.
Por supuesto, hace mucho tiempo que dejamos de temerle a la diferencia de edad. Si hay amor y respeto, todo es posible.
 
Viva la Radio es uno de los programas más escuchados de la Argentina. Su creador y conductor, Rony Vargas, ha entrevistado a las figuras más relevantes del arte, el espectáculo y la política.
Del concurso Una historia, una canción, nació la idea de publicar un libro con los relatos de amor enviados por los oyentes. Así surgió la primera edición de Aquellos que aman, en 2010, como celebración de los veinticinco años en el aire.

No hay comentarios: