“Carlotita” es un relato de Antonio Mingote que publico hace muchos años la revista Iberia, de la que fui un asiduo lector, durante mis obligados, largos y constantes vuelos.
Recuerdo que estaba cenando y me atrapo su lectura, su dulzura e intimismo. Aquella noche en el hotel, lo volví a leer varias veces y hoy me sigue impactando, a pesar de las muchas decenas de veces que volví a releer las hojas amarillentas que conservo de ese ejemplar de la revista y no puedo evitar revolverme inquieto en el asiento, cuando lo hago.
CARLOTITA
No siento añoranza, que es, según el diccionario, "recordar con pena"; ni nostalgia, "tristeza melancólica" según el famoso libro. Sigo transitando plácidamente por los viejos escenarios. Persisten los re-cuerdos, buenos y malos, y en ellos me instalo, sosegado y en paz.
Antes que nada recuerdo Daroca en un piso alto de la calle Mayor, desde donde se contempla la parte más vieja de la ciudad, los tejados, las torres; más allá, el monte con la ermita, la muralla en la cresta y, en lo más alto, ¡el castillo! Lo más emocionante, el castillo, ha sido destruido y arrasado siglos atrás; pero mi padre -mi padre es un verdadero artista y ejerce como tal en cada momento de su vida- mi padre me hace ver la fortaleza erguida sobre lo que apenas es un muñón sobre la roca. Así que mis primeros recuerdos son un castillo que no está. Pienso ahora si no me habré pasado la vida contemplando castillos que no existen, ejercicio templado y contenido por la serenidad y el buen sentido de mi madre, que desde el amor a su marido me enseñó a reírme de mis castillos y de mí mismo.
Pero si existe, al pie del castillo, la Cueva de la Morica Encantada, abierta entre las rocas que sustentan lo que queda del murallón, un agujero en el piso en rápida pendiente hacia una impenetrable oscuridad que se adivina cegada por las piedras que los hombres y el tiempo han ido acumulando.
La cueva tiene, naturalmente, una apasionante historia de caudillos, moros y cautivas cristianas que mi padre nos repetía a mi hermana y a mí sin cansancio por su parte ni por la nuestra.
Mi recuerdo más lejano es el de una tarde ¿de qué año? Yo apenas tenía siete u ocho. Nos acompañaba en la excursión mi tía Carlota, prima hermana de mi madre que había venido con su hija Carlotita desde Segovia, donde vivían, a pasar el verano con nosotros. Tía Carlota había enviuda do meses atrás y creía, sin duda, que veranear en la recatada Daroca resultaría menos frívolo y mundano que hacerlo en la populosa Segovia.
Tenía Carlotita tres años más que yo y ya se adivinaba, a pesar del severo luto en que iba empaquetada, la preciosa muchacha que iba a ser poco después. A mí me gustaba muchísimo, tan guapa y tan mayor, y ella lo advertía, claro está, y coqueteaba despiadadamente.
Lo primero que hizo la tía Carlota cuando llegamos al pinar, apenas depositada en el suelo la cesta de la merienda, fue prohibirnos a los niños que nos acercáramos a la cueva. Y lo primero que hizo Carlotita después de merendar fue llevarme a la cueva de la mano para explorarla juntos. Nos
deslizamos por la pendiente, más acelerados en cada momento, y cuando ya asustados de nuestra osadía quisimos volver, nos dimos cuenta de que era mucho más fácil bajar que subir.
Más familiarizado yo con el mítico agujero, aunque era la primera vez que lo exploraba, intenté tranquilizar a la chica.
-No te preocupes, si no salimos nos sacarán.
-A pesar de mi muy varonil sangre fría en la adversidad, Carlotita estaba muy lejos de tranquilizarse y se me abrazaba angustiada, con lo que perdíamos, deslizándonos hacia abajo, lo poco que habíamos podido avanzar trepando.
Al final nos sacaron.
Antes de volver a Segovia, Carlotita, ya en la estación, me dio un beso.
-Eres muy valiente - dijo.
Años después, cuando la República, nos encontramos en Daroca otra vez. Yo tenía diecisiete años y ella veinte. Era preciosa, alegre, desenvuelta. Y tan coqueta como cuando la conocí. Me fascinaba. Vivíamos entonces, forasteros en la ciudad, en el caserón tras las murallas de un pariente que nos acogía, hospitalario, durante el verano.
-Vamos a aprovechar que mamá ya no nos prohíbe acercarnos a la Cueva de la Morisca Encantada - me dijo.
Subimos de la mano hasta el castillo. Recuerdo a Carlotita de blanco, su larga melena castaña y su risa, por el camino del pinar perfumado y umbrío. Nos detuvimos ante la Cueva.
-¿Entramos? - invité.
-Es que si ahora no podemos salir, no habrá quien nos saque.
Sentados a la sombra de un pino enorme hablamos de nuestras vidas separadas, ella en Segovia, yo en Teruel. Y los recuerdos.
-Siempre recordaré el miedo que pasamos.
-Sobre todo tú - precisé.
Sonrió ella y me abrazó como entonces. Me besó.
Me besó largamente como se besan en las películas en blanco y negro que entonces veíamos, que aquello sí que eran besos, no los frenéticos chupeteos con que ahora nos abruman. Fue un beso largo, emocionante, dulcísimo.
Se puso en pie.
Es que... tengo novio.
Caminé tras ella pinar abajo. Ella no hizo nada por acortar la distancia. Se fue al día siguiente.
Pasaron años hasta nuestro tercer encuentro en Daroca. Yo había acudido a una boda de familia. Estaba en el cuarto del hotel cuando sonó el teléfono.
-Le llama la señora de Marcuellez. Resultó ser Carlotita.
-También yo he venido a la boda - dijo -. Si quieres verme, sólo tienes que atravesar el pasillo.
La encontré sentada en un sillón frente a la ventana.
-El castillo envejece más despacio que nosotros - dijo.
-Estás guapísima.
-Eres tan amable y gentil como te recuerdo. Siéntate aquí, a mi lado. Mira el castillo. Desde aquí no se ve la entrada de la cueva. ¿Te acuerdas? Fue emocionante. La primera vez, una aventura. La segunda...
-Seguramente un amor malogrado.
-Éramos tan jóvenes.
-Vamos a la cueva. Quiero besarte allí otra vez.
-¿Otra? Eres insaciable.
Me tendió los brazos, sonriendo. Iba a abrazarla cuando llamaron a la puerta.
-Entra, Ramona.
Entró Ramona, oronda y servicial, empujando una silla de ruedas.
-Vamos señora, la esperan.
Tomó Ramona en brazos a la señora y la acomodó en el asiento que hizo rodar hacia la puerta.
-Nos encontraremos abajo - dijo Carlotita.
Antes de cerrarse la puerta del ascensor tuvo tiempo de dedicarme su mejor sonrisa. Una fascinadora sonrisa de ochenta años.
Yo, que sólo tenía setenta y siete, bajé por la escalera.
Carlotita, o sea doña Carlota Esquiu Crevillente, viuda de Marcuellez, murió el mes pasado. Su memoria se reduce a la historia de un beso. Un sólo beso, pero un beso como los de las películas en blanco y negro que veíamos entonces, que aquellos sí que eran besos.
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